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.Había una pila de fardos de paja que la aldea había dejado sobre el último tramo de suelo plano; y un pequeñomontoncito de piedras protegía la canasta de arroz.37El entregó la canasta de arroz a Taizu para que la llevara, tomó uno de los grandes fardos y la envió a ella pordelante porque su pierna lastimada le causaba problemas en la subida tan dura, y no tenía ganas de tenerla atráscomo testigo de sus bruscos cambios de centro de equilibrio, diciendo: Estáis perdiendo el centro, maestroSaukendar.Decidió no llevar el peso de esa forma, como parte de la lenta campaña para cambiar su centro de equilibrio:puso la carga sobre músculos nuevos hasta que sintió el dolor y empezó a sudar y a perder el aliento, y sintió untirón en la vieja herida al dejar caer el primer fardo en la linde del claro. Puedes llevarlo el resto del camino dijo, y se volvió y empezó a bajar de nuevo por el sendero.Eso le daba algo de respiro mientras ella llevaba la canasta de arroz hasta la cabaña y después volvía a bajar lacolina a por la paja.Así pudo bajar más despacio, cojeando todo lo que quería ahora que no llevaba nada, ymaldiciendo cada paso punzante y doloroso.Era un tonto.Debería haber hecho que el muchacho le ayudara y llevara la maldita paja hasta el establo.Elmuchacho lo habría hecho con ganas.Se habría sentido feliz de hacer eso para el gran Saukendar que estabademasiado cojo para escalar la maldita montaña.Maldijo a los asesinos que le habían hecho eso.Vio la oscuridad, la emboscada, recordó el golpe como si hubierasido ayer, y lo peor era que sabía que él mismo tenía la culpa, porque había dejado que la rabia nublara supensamiento y que un hombre lo atacara desde un costado.Un error en toda una vida.Un error porque en ese momento se había concentrado más en matar que ensobrevivir, porque estaba pensando en Meiya y en Heisu y en que moriría pronto y dejaría de sentir ese terribledolor.Un error porque en realidad era un hombre, un hombre y no el modelo ejemplar que describían las leyendas.Y elhombre cojeaba y cojearía por el resto de su vida, y le dolería y perdería el aliento, porque había sobrevivido aesa emboscada y había llegado hasta los límites del Imperio, había decidido vivir y ya no podía hacer las cosasque lo mantenían en forma.Un poco de ejercicio ayudaba.Pero no curaba la cojera, no curaba la debilidad.Nada podía hacer que Saukendar volviera a ser lo que había sido.Nada podía hacer que los años fluyeran haciaatrás, devolviendo los muertos a la vida y eliminando el dolor.Taizu, demonios, lo alcanzó antes de que él hubiera terminado de bajar la colina, saltando por el sendero lleno deraíces como una cabrita, contenta como una nutria.Y le sonrió cuando tomó el fardo, grande como un hombre, entre sus brazos.Es demasiado para ti, empezó a decir él, no por el peso, sino por la forma en que el fardo se enganchaba en losárboles del sendero, obligando a cambiar la carga de lado, en un camino en el que no había espacio ni paraapoyar los pies.Eso era lo que le sucedía a él.Sintió punzadas de dolor en las piernas y una sensación de náuseascuando levantó el otro fardo.Maldita muchacha empecinada.Que lo descubra sola.Le hará bien.Pero ella subió por el sendero por delante de él y la distancia que había entre los dos se hizo más y más grande, yél trató de no quedarse atrás, se esforzó y sudó hasta que, en la cima, el aire que respiraba le supo a metal y elclaro nadó frente a sus ojos en una película de sudor y dolor.No quiso admitirlo.Dejó caer el peso justo frente a ella y dijo, con pompa: Parece que disfrutas.Ve y trae el resto.Y luego, levantó los fardos por las cuerdas, uno en cada mano, y los llevó sin cojear hacia el establo, mientras lacabaña y los árboles nadaban confusos como en una visión bajo el agua.Dejó caer el peso justo en el umbral, fuera de la vista de la muchacha, y se sentó y estiró la pierna y suspiró enpaz un momento, hasta que llegó Jiro, que estaba paseando y había decidido entrar a investigar.El caballo lepuso el morro sobre el hombro.Él le palmeó la cabeza y se levantó.Deseaba que lo hubieran matado en aquella emboscada, ésa era la verdad.Nunca había deseado eso antes, peroahora sí, ahora que veía que su juventud había terminado, que su futuro estaba ahí mismo y que ese futuro eracada año menor.Eso era lo que le había enseñado la muchacha, a contar el tiempo de nuevo y a reconocer el paso de lasestaciones, y a ver los cambios que había hecho el tiempo en él, los cambios que estaba haciendo ahora; y ahoraera incapaz de alcanzar a una muchacha de dieciséis años.Arrojó los fardos de paja en el rincón del establo, detrás de las cercas, fuera del alcance de jiro, y después volvióhacia el sendero.Estaba a mitad de camino cuando Taizu llegó con la carga.Por lo menos, ahora ella también sudaba y jadeaba por el esfuerzo; así que él se sintió casi caballeroso al decir: Yo lo llevo.¿Cuántos quedan abajo? Dos. Baja de nuevo le dijo.Y él tomó el camino hacia arriba, dejó caer el fardo en el borde del claro y volvió a bajar para encontrarse conella, que subía luchando contra la pendiente, esta vez mucho más abajo.Ella se detuvo cuando él llegó hasta allí.Le dio el peso y volvió a bajar. No dijo él.Es demasiado para una chica.Sube la colina. Yo puedo dijo ella, y con una mirada mareada y un jadeo, se equilibró por el sendero y se lanzó hacia abajopor donde había venido.38Él la miró con los ojos muy abiertos, el aliento agitado y mucho cansancio.Sentía un gusto a cobre en la boca.La miró un largo rato, después tomó el fardo y siguió adelante, luchando contra las ramas, hasta que llegó a laúltima ladera, menos poblada de árboles.Había recuperado el aliento, y ahora se encontraba bastante bien, salvoel dolor en la pierna.Ajustó las cuerdas a los hombros, hizo una respiración profunda y tomó la última ladera a la carrera.Llegó a la cima y cayó sobre una rodilla cuando el fardo se enganchó en una rama, y durante un momento muydoloroso no tuvo aliento para soltarse.Después se levantó de nuevo, furioso.Algo le había desgarrado el músculo sobre la rodilla, y el fardo sujeto por el hombro contra un árbol era lo únicoque impedía que volviera a caerse de dolor.La boca se le llenó de saliva, se le nublaron los ojos; cuando volvióen sí todavía estaba de pie apoyado contra el árbol, y las cuerdas del fardo le cortaban la piel de los hombros.Nosabía si podría moverse sin desmayarse, pero sabía que la muchacha volvería pronto y no pensaba dejar que loviera así.Así que recuperó el equilibrio y empujó el tronco para enderezarse, y trepó lo que quedaba del camino asiéndosede rama en rama con las manos, hasta que llegó a la parte llana del claro y vio la cabaña lejana, sintiendo suspiernas temblorosas, sin saber si la rodilla derecha podría con su peso en el próximo paso.Sí, claro que sí, aunque fuera a regañadientes.Caminó; en medio del dolor se dio cuenta de que el establo estabacerca, y de que podía llevar la paja hasta allí, pero quería sentarse en la galería, ése era todo su pensamiento, yseguir recto era lo único que podía hacer: si giraba sobre esa pierna, iba a quedar tirado en el suelo y no pensabasoltar el fardo ni admitir que había tenido que hacerlo.Llegó a la galería, sin saber cómo.Dejó caer el fardo.Se sentó en el borde de la escalera y sintió el frío delviento en las ropas empapadas de sudor.La muchacha llegaría y lo encontraría ahí sentado, impotente: por el momento, no podía siquiera trepar losescalones y entrar a la cabaña para tirarse en el jergón; y no pensaba arrastrarse por la escalera y que ella loatrapara en esa posición.Mañana.pensó, mañana la pierna entera se le paralizaría de dolor
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