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.Oí un ruido metálico cuando seabrió la mirilla, un tamborileo cuando pasaron algo, y un rebote ruidoso en el suelo cuandocayó.No vi luz en la mirilla ni oí voz alguna cuando, desde el exterior, volvieron a cerrar laescotilla metálica.Tanteé el suelo en busca del objeto que habían introducido y no tuvedificultades para dar con un plato de madera, del que había rodado un mendrugo de pan. ¡Un momento!  Me incorporé con el plato en la mano.¿Quién anda ahí?No obtuve respuesta.Tampoco percibí el sonido de pisadas que se alejaban.Llegué a laconclusión de que, quienquiera que fuese, estaba detrás de la puerta y alerta. Antoine, ¿eres tú?Su respiración me llegó desde el otro lado de la trampilla metálica.Las noches de cinco a-ños en el dormitorio me han enseñado a reconocer e identificar las respiraciones.Esos jadeoscortos y asmáticos no pertenecían a Antoine.Supuse que ser trataba de Tomasine. Sor Tomasine. Mi suposición era correcta.Oí un grito contenido y ahogado con elbrazo.Háblame.Cuéntame lo que ocurre. ¡No pienso.!  La voz sonó casi inaudible, como un gemido agudo en la penumbra.¡No te dejaré salir! Tranquila  susurré , no te lo he pedido.Tomasine permaneció en silencio unos segundos y preguntó, también con tono agudo: Entonces, ¿qué quieres? No.no debería hablar contigo.No debería.no debería mi-rarte. ¿Por qué?  inquirí desdeñosa.¿Por si salgo volando a través de la rendija u ordeno aun duendecillo que se arroje sobre tu cuello?  Volvió a lamentarse.Seamos serias.Si pu-diera hacer cualquiera de esas cosas, ¿crees que seguiría aquí?Imperó el silencio, mientras asimilaba esas palabras. El padre Colombin ha encendió un brasero.Los demonios no pasan a través del humo. Tragó saliva convulsivamente.No puedo quedarme.Debo. ¡Espera!  Era demasiado tarde y oí cómo sus pasos se perdían en la oscuridad.¡Mal-dición!De todos modos, sirvió como punto de partida.LeMerle me quería escondida, y había a-sustado tanto a la pobre Tomasine que ni siquiera se atrevía a dirigirme la palabra.¿Qué pre-tendía ocultar? ¿Y de quién, del obispo o de mí?A partir de entonces, deambulé por la celda y me obligué a comer el pan que Tomasineme había dejado, pese a que estaba seco y a que nunca había tenido menos hambre.Oí lacampanada que llamaba a completas.Disponía más o menos de seis horas.¿Para qué? Meplanteé la pregunta sin dejar de caminar.Aunque nadie montaba guardia en la puerta de micelda, escapar era imposible.Nadie me ayudaría.Nadie se atrevería a desobedecer al padreColombin.A no ser que.No, descartado.De haber estado dispuesta a venir, Perette ya lohabría hecho.La había perdido aquel día en el granero, se había quedado con LeMerle y suschucherías.Fui tonta al creer que sería, precisamente ella, la que podría ayudarme.Los ojosclaros y de reborde dorado eran tan lelos como los de un gorrión, e implacables como los deláguila.No acudiría.De repente alguien arañó la puerta.Silencio y un ululato grave, como el de un polluelo debúho. ¡Perette!189 JOANNE HARRIS La Abadía de los AcróbatasLa luna había asomado y la luz que se colaba por las rejillas de ventilación era plateada.En el brillo reflejado vi que la escotilla se abría un poco y distinguí los ojos luminosos dePerette. ¡Perette!  El alivio me afectó tanto que me sentí casi débil y tropecé por las prisas conlas que me acerqué a ella.¿Has traído las llaves?La salvaje meneó la cabeza.Me acerqué lo bastante a la escotilla como para tocarle losdedos a través de la abertura.A la luz de la luna su piel adquirió un tono espectral. ¿No las has traído?  A pesar de la desilusión, me obligué a mantener la calma.Pere-tte, ¿dónde están?  pregunté tan lentamente como pude.Perette, ¿dónde están las llaves?No pareció darle mucha importancia.Hizo con los hombros un ademán oral, movió lamano derecha para señalar algo ancho y trazó una cara redonda: Antoine. ¿Las tiene Antoine?  pregunté con impaciencia.¿Estás diciendo que las tiene Antoi-ne?  Movió afirmativamente la cabeza.Perette, escúchame. Me expresé lenta y clara-mente.Tengo que salir de aquí.Necesito.que me traigas.las llaves.¿Lo haras?  Memiró sin comprender.Desesperada, levanté la voz sin poderlo evitar y supliqué.¡Perette!¡Tienes que ayudarme! ¡Recuerda lo que te dije! ¡Acuérdate de Fleur!  Era tanta mi desespe-ración por conectar con ella que me expresé atropelladamente.¡Tenemos que avisar alobispo!Al oír la palabra obispo ladeó bruscamente la cabeza y ululó.La miré con gran atención. ¿El obispo? ¿Sabías que venía? ¿El padre Colombin te habló de su visita?  Emitió otroululato y sonrió.¿Te dijo lo que pretendía.?  La pregunta era incorrecta.La replanteécon la mayor simplicidad posible.¿Mañana jugaréis a otra cosa? ¿Un truco?  El entusias-mo me llevó a cerrar los puños, a clavar las uñas en las palmas de las manos y a hacer sonarlos nudillos-.¿Le haréis un truco al obispo?La salvaje lanzó su sobrecogedora carcajada. ¿Qué es, Perette? ¿Qué truco? ¿Qué truco?Ya se había dado media vuelta y perdido el interés; otra idea, sombra o sonido llamó suatención, e inclinó la cabeza a un lado y a otro, como si siguiese un ritmo para mí impercep-tible.Levantó lentamente la mano y cerró la escotilla.Sonó un chasquido. ¡Perette, por favor! ¡Te ruego que vuelvas!Ya se había ido, sin emitir sonido alguno ni gritar.Ni siquiera se había despedido.Apoyéla cabeza en las rodillas y rompí a llorar.190 JOANNE HARRIS La Abadía de los AcróbatasCAPÍTULO 1015 de agosto de 1610 VigiliaDebí de quedarme dormida otra vez, ya que, cuando desperté, la luz de la luna habíaadquirido un tinte verdoso.Me latía la cabeza, tenía las extremidades agarrotadas de frío, yla corriente de aire que discurría a la altura de mis tobillos me produjo escalofríos.Estiré losbrazos, luego las piernas, me apreté los dedos ateridos para restablecer la circulación; yestaba tan preocupada por todo eso que al principio no me percaté de la importancia de lacorriente de aire, que con anterioridad no existía.Entonces vi que la puerta estaba entreabierta, lo que permitía que en la celda entrase unpoco de luz.Perette se encontraba de pie en el umbral, con una mano sobre la boca.Meincorporé de un salto.Se señaló la boca con apremio para pedirme que guardara silencio.Me mostró las llavesque tenía en la mano, se palmeó el muslo e imitó los pesados andares de Antoine.La aplaudísin hacer ruido [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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