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.Al día siguiente por la mañana, el Victoria había derivado algo hacia el oeste.El día se anunciaba puro y magnífico.El enfermo pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara.Éstos levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire fresco de la mañana.—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Fergusson.—Mejor, creo —respondió él—.¡Pero, mis buenos amigos, no les he visto más que como las imágenes que aparecen en un sueño! ¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que no los olvide en mis últimas oraciones.—Somos viajeros ingleses —respondió Samuel—.Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos tenido la suerte de salvarle.—La ciencia tiene sus héroes —dijo el misionero.—Pero la religión tiene sus mártires —respondió el escocés.—¿Es usted misionero? —preguntó el doctor.—Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas.El Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero, ustedes vienen de Europa.¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he recibido en cinco años ni una sola noticia.—¡Cinco años solo entre esos salvajes! —exclamó Kennedy.—Son almas que hay que rescatar —dijo el joven sacerdote—.Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede civilizar e instruir.Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le habló mucho de Francia.Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas humedecían sus ojos.El desdichado joven estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la fiebre.El doctor le preparó algunas tazas de té, que bebió con fruición; entonces se sintió con fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en un cielo tan puro.—Son audaces viajeros —dijo—, y el éxito coronará su atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su patria…Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto que fue preciso acostarlo de nuevo.Una postración que duró algunas horas le tuvo como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido.Veía que aquella existencia se extinguía.¿Tan pronto iba a perder a la víctima que habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las horribles úlceras del mártir y sacrificó la mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus ardientes miembros.Le dedicó la atención más tierna e inteligente.El enfermo renacía poco a poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la vida.El doctor sorprendió su historia entre sus palabras entrecortadas.—Hable su lengua materna —le había dicho—.Le fatigara menos y yo la comprendo perfectamente.El misionero era un humilde joven bretón, nacido en la aldea de Aradón, en pleno Morbihan.Emprendió por vocación la carrera eclesiástica, pero a esa vida de abnegación quiso añadir una vida de peligro, para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san Vicente de Paúl.A los veinte años pasó de su país a las playas inhospitalarias de África.Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos, desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que pueblan los afluentes del Nilo superior.Por espacio de dos años fue rechazada su religión, desconocido su celo, despreciada su caridad.Cayó prisionero de una de las más crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible.Él, sin embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando.Derrotada aquella tribu en uno de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el misionero fue dado por muerto y abandonado.Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos, continuó su peregrinación evangélica.Durante una temporada le tuvieron por loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida.Se familiarizó con los idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando.Recorrió aquellas bárbaras regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que viene de Dios.Un año hacía que su celo evangélico le había llevado a una tribu de nyam-nyam llamada Barafri, que es una de las más salvajes.La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos días, le había sido achacada a él, por lo que se decidió inmolarlo.Cuarenta horas hacía que duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto, debía terminar con la muerte al día siguiente a las doce.Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego, sintió reaccionar en él el instinto de conservación y gritó: « ¡A mí! ¡A mí! » Y creyó soñar cuando una voz venida de lo alto le dirigió palabras de consuelo.—¡No siento morir! —añadió—.Mi vida es de Dios, y Dios dispone de ella.—Espere —le respondió el doctor—, estamos a su lado y le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del suplicio.—No Pido tanto al Cielo —respondió el sacerdote, resignado—.¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la dicha de apretar manos amigas y oír la lengua de mi país!El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el día transcurrió entre la esperanza y la zozobra.Kennedy estaba muy conmovido, y Joe volvía la cabeza para ocultar sus lágrimas.El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía acunar su preciosa carga.A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste un resplandor inmenso.Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel resplandor por una aurora boreal.El cielo parecía una hoguera
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